El amanecer fue inexplicablemente hermoso el día que el sonido dejó de existir en el mundo, como un aviso para los atentos. Como un recordatorio de que las cosas que miramos eran igual de importantes que las cosas que escuchábamos.
Esa mañana los pájaros cantaron sonidos mudos al hermoso amanecer. El hombre despertó y descubrió que nunca más podría decir buenos días a su amada, que tardó horas de más en despertar porque no pudo escuchar el sonido del despertador. Los niños celebraron el asunto jugando caras y gestos como primera actividad, las abuelas lloraron en silencio.
Ese día se reunieron los dirigentes del mundo para decidir el nuevo código que comunicaría al mundo al saber que los teléfonos son inservibles ahora. Decidieron símbolos nuevos para la música, para gritar y para estornudar, pero la tristeza comenzó a acomodarse en los corazones de la gente común que todos los días, y continuamente, lloraban lágrimas silenciosas.
El hombre de la montaña gritó al mundo un grito que no movió un ápice el aire frío que lo rodeaba. Sin saberlo, se salvó de que una avalancha de nieve y piedras heladas cubriera su casa si el grito hubiese existido. Los gorilas dejaron de comunicarse y las guacamayas del Brasil no pudieron decir cosas al vuelo. Los grillos dejaron de encontrarse y poco a poco, el mundo se puso gris.
Nunca nadie había pensado que el sonido desaparecería del mundo algún día y por supuesto nadie tomó las precauciones necesarias. Muy pocos habían desarrollado la forma de convertir ciertos sonidos a imágenes, pero era inútil; sin las ondas sonoras propagándose por el aire nada podía hacerse.
Paulatinamente las guerras terminaron por perder sentido porque las bombas no podían escucharse y los soldados regresaron a casa calladamente, sin alegría, porque sabían muy bien que no podrían decir cuánto habían extrañado a sus madres y a sus hermanos.
El mundo, en silencio, cambió para siempre.