La cabeza sin cuerpo y sin cabello yace plácidamente sobre la mesa de madera, sin barnizar, en la cocina, gritando órdenes mientras todos corremos aterrados de un lado a otro sin saber exactamente qué estamos cocinando. Un pastel de manzana, al parecer. Cosa rara de hacer cuando el fin del mundo está ocurriendo fuera de la casa.
Algunas horas antes era una manzana amarilla, de esas que tienen la cáscara lisa, sin un solo punto de cualquier otro color. Uno de mis primos tuvo a bien ponerle una mordida y fue cuando se convirtió en una cabeza gritona. Evidentemente lo primero que hizo fue gritar ¡No me muerdan! y luego todo comenzó a cambiar drásticamente mientras nos daba instrucciones acerca de lo que debíamos hacer mientras el fin del mundo ocurre. No he logrado comprender cómo fue que cambió tanto en tan poco tiempo. Me refiero a la cabeza.
Antes de ser manzana era un platón de pescado. Ahora que la contemplo desde una esquina de la cocina me parece lo más normal, pero cuando cambió a ser tazón, tampoco lo comprendimos. Teníamos muchas ganas de comer pescado, lo cual es completamente normal si tomamos en cuenta que habíamos pasado una buena parte del día nadando en el mar.
Bajamos a la playa cuando el día estaba fresco todavía, una costumbre en esos viajes familiares. Mis primos nadaban, corrían por todos lados y jugaban a aventarse agua salada en la cara. Yo estaba sola caminando en la parte donde las olas desaparecen dejando ondas húmedas en la arena. Uno de los chicos trajo de la palapa una pequeña tabla para hacer surf y comenzaron a jugar con ella. Uno a uno se turnaban para surcar las olas como verdaderos profesionales de la tabla de surf, sólo que echados panza abajo. Yo los miraba.
De pronto, uno de ellos, el más chico, el mismo que luego le ha pegado la mordida, tropezó con ella mientras terminaba su excelente trayectoria sobre una ola perfecta. La esfera estaba un poco enterrada en la arena y cuando él pasó sobre ella logró desenterrarla y golpearse el pie con ella. Me llamaron para verla.
Era una esfera perfecta. Sin una sola protuberancia, completamente lisa y brillante. La superficie dura dejaba ver a través de ella dos pequeñas luces, una roja y otra azul y la esfera misma era oscura, casi negra, pero transparente. Pesaba un tanto, unos tres kilos y estaba fría a pesar de que el calor del verano calentaba todo lo que estaba en la playa, incluidos nosotros.
Decidimos llevarla dentro de la casa y emprendimos el camino de regreso. Mientras estaba en mi bolso comenzó a moverse un poco pero no le hice mucho caso, ya la analizaría llegando. Cuando entramos en la casa, deposité la esfera en la mesa de la sala y todos nos sentamos alrededor a observarla. Emitía un extraño resplandor que subía y bajaba de intensidad lentamente mientras temblaba un poco. Extrañamente se mantenía en un solo punto de la mesa, en ningún momento rodó o cambió de posición. Parecía como si estuviese pegada a algo que nosotros no veíamos.
De un momento a otro cambió a ser el tazón lleno de pescados. Mis primos, los 15, irrumpieron en gritos de felicidad. Yo la miraba estupefacta. Una de mis primas tomó el tazón y corrió a la cocina asegurando que podría cocinar un rico platillo con todos esos pescados frescos. Cuando puso el tazón en la mesa fue cuando se convirtió en manzana.
El cielo ahora está completamente enloquecido: es una masa de nubarrones negros y destellos rojos y azules, justo como era la esfera antes de cambiar. Yo miro a mis primos correr, agregando ingredientes en 15 tazones diferentes, mientras la cabeza continúa gritando: ¡Soy la esfera del fin del mundo! ¡soy la esfera del fin del mundo! y da órdenes acerca de como debemos adornar el pastel de manzana mientras las grandes olas devoran todo a nuestro alrededor, el cielo truena y el suelo se parte en mil pedazos.