No hables con extraños o El helado de limón

–No hables con extraños, Leonor– solía decirle su madre cada vez que iban al parque para que la niña correteara entre los árboles pelones del parque de la colonia S.

Leonor pocas veces escuchaba lo que su madre decía. Por lo general estaba pensando en un helado de limón que es su favorito, en una pelota roja que le habían regalado en su cumpleaños o en cualquier bicho que hubiese visto revolotear por ahí.

Una tarde de verano, de esas tardes perdidas entre días y días de vacaciones, la madre le dijo a Leonor que la llevaría a un parque mucho más grande que el de la colonia, pero que tendría que aguantar un largo camino sentada y tranquila en el asiento de atrás del auto mientras llegaban. Leonor pensaba en los árboles contra el cielo azul que podría fotografiar con su Polaroid rosa. Se vistió con su vestido rojo favorito, subió al auto, se abrochó el cinturón de seguridad y esperó pacientemente el largo camino mientras miraba por la ventana cómo las nubes cambiaban de forma.

Cuando llegaron bajó corriendo del auto. –¡Leonor, no hables con extraños!– gritó su madre mientras ella se alejaba un poco hacia un grupo de árboles pequeños que inauguran el principio del bosque. Tomaba fotos, echada de espaldas sobre el pasto, de las hojas verdes que se mecían plácidamente y de pronto, sin comprenderlo demasiado, sintió paz. Sin saberlo, se quedó dormida, respirando tranquilamente.

Cuando despertó, Leonor estaba en parada en la banqueta de una calle algo transitada. Rodeada de gente, mucho más alta de lo que recordaba ser antes de quedarse dormida. No usaba el mismo vestido que se había puesto para ir al parque grande pero la falda gris oxford que usaba ahora le gustó. Tenía en una mano un helado de limón y de su hombro colgaba un elegante portafolios café. Metió la mano en la bolsa exterior del mismo y encontró las fotos de los árboles, recordó que en algún momento había tenido una cámara Polaroid rosa.

La invadieron unas ganas espantosas de gritar, de cantar, de correr a casa. Ganas de jugar con la pelota roja, con las hojas de los árboles y de hablar con extraños. Sin pensarlo dos veces, volteó a ver al señor que estaba parado junto a ella esperando a cruzar, dijo buenas tardes en voz alta y sonrió. El semáforo cambió a rojo y cruzó la calle a todo correr, como una loca.

Leonor recordó que hablar con extraños no es tan malo como su madre le había contado, sobre todo si ese extraño se llama igual que uno.