Gloria y Andrés terminaron el 21 de octubre de 2009. Andrés decidió, como es correcto, que Gloria se quedara con las cosas, con la casa y con las fotos; empacó su ropa y algunas pequeñas cosas con valor emocional y se fue a vivir de nuevo con sus ancianos padres en la montaña.
Gloria se sentía liberada. Planeó unos cuantos viajes para fin de año, decidió cambiarse de casa –de todas formas, no podría pagar el alto arrendamiento ella sola–, se buscó un nuevo novio que le levantara el ego y vendió los muebles que siempre le parecieron horrendos pero que aceptó tener por ser un regalo de sus, ahora, exsuegros.
Luego de arreglar todos sus asuntos, se dedicó a sentirse liberada unos cuantos días. Sin embargo, una noche de noviembre casi al tiempo de quedarse dormida, le atacó una angustia espantosa. Se despertó con un sobresalto y no pudo volver a conciliar el sueño porque simplemente no podía dejar de pensar en su Andrés. No comprendió bien lo que sentía hasta que pasó un largo rato dando angustiadas vueltas bajo las cobijas: él había encontrado a alguien más. Gloria prefirió levantarse, tomar un café y leer ese libro que él le había regalado y que constaba de más de mil páginas, antes que volver a acostarse y sufrir esa angustia tan extraña proveniente de un pensamiento no elegido por ella.
Supo que lo había perdido para siempre, aunque ella decidió dejarle ir. Justo esa noche, supo que tenían una extraña conexión y que él estaba en la cama de otra chica. Decidió no volver a pensar en eso, no volver a pensar en él o en la chica.
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Andrés caminaba todas las tardes con su perro por el campo que rodea la casa de sus padres; vivir en la montaña tiene sus ventajas. Una tarde de diciembre, mientras el perro corría descontroladamente por el prado, él descubrió que ya no extrañaba a
Gloria. Pensó que tal vez la había olvidado. Se dio cuenta que ya no recordaba su nariz con nitidez, que no recordaba su aroma ni el color exacto de sus cabellos. Se dio cuenta de que ya no pensaba en ella como cuando recién había vuelto con sus padres y de forma casi inevitable sufrió un ataque de pánico. Le dio pánico olvidarle pero pudo darse cuenta que ese pánico no estaba producido porque siguiera amándola sino porque era absurdo poder olvidar en tan poco tiempo a la mujer con la que había vivido un año completo. Corrió de regreso a la pequeña casa del campo y rebuscó entre las cajas olvidadas en el armario alguna de las tantas fotografías que le había tomado.
Aterrado, descubrió que la mayor parte de ellas eran fragmentos de Gloria. En alguna de ellas pudo ver una nariz no tan nítida; al contrario, era una nariz desenfocada, justo como la de sus recuerdos. Lloró en silencio y se reprochó el olvido y la mala calidad de las fotografías.
Al día siguiente, Andrés decidió bajar de la montaña para ir a la ciudad y distraerse un poco. Comió un pan tostado, tomó un café negro, besó a su madre en la mejilla y salió en el auto azul. Recorrió un tramo de carretera antes de llegar a la ciudad al pie de la montaña. Deseó por un momento hablar con ella. La falta de teléfono en la casa de la montaña había sido un buen remedio para evitar mantenerse en contacto, pero en la ciudad el cuento era otro. De pronto, se descubrió buscando un teléfono en cualquier esquina y se molestó profundamente consigo mismo porque cuando ella le pidió que la dejara en paz, él decidió no volver a buscarle.
Paró en una panadería cualquiera y compró pan de todo tipo. Mientras elegía una concha con chocolate descubrió también que había olvidado qué pan le gusta a Gloria, olvidó cómo toma el café y olvidó también su comida favorita. Regresó a su casa en la montaña decidido a no volver a pensar en ella, ni a tratar de recordar nada acerca de ella.
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Una mañana de enero, Gloria se levantó sobresaltada al descubrir que un hombre extraño vagaba por la sala de su casa nueva. Salió sigilosamente del cuarto, entró sigilosamente en la sala y descubrió que el hombre había desaparecido. Lo buscó en la cocina, en el patio, en el baño y en los armarios. No pudo encontrar nada, a nadie y supuso entonces que lo había soñado. Se metió a la regadera, se alistó para salir y se fue a trabajar cerrando la puerta con doble llave.
Gloria trabajaba, todo el día. Mientras revisaba millones de hojas buscando faltas de ortografía caía en la cuenta de que a ratos, pensaba en su Andrés. Notó que los pensamientos eran persistentes, que lo recordaba a la perfección y comenzó a sentir nostalgia. Pudo notar que recordaba a la perfección cada detalle, cada gesto, la punta de la nariz, el color de los ojos, el olor de su ropa y tuvo un arranque de enojo. Decidió ir a casa alegando sentirse mal del estómago. Abandonó los millones de hojas, salió de la cuadrada oficina y recorrió las calles aledañas sin dirección. Caminó y caminó hasta que se hizo hora de ir a casa. Volvió a su auto y recorrió el camino de vuelta.
Al llegar y justo antes de abrir la puerta, tuvo la sensación de que alguien la esperaba detrás de la puerta. Dudó un segundo si debía abrirla, pero cuando metió la llave y la giró se dio cuenta de que estaba cerrada justo como ella la había dejado por la mañana. Achacó la angustia al mal día que había tenido y decidió tomar un té caliente para relajarse. Se puso a leer el largo libro de la separación y quedó sumida en un profundo sueño sin sueños.
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Andrés despertó sobresaltado porque sintió que flotaba sobre la cama. Fue al baño, se lavó la cara con agua helada de un invierno en la montaña y descubrió, con espanto, mientras se miraba al espejo, que podía ver sus rasgos un poco menos que el día anterior. Pensó que tal vez la modorra del sueño le impedía enfocar bien y se olvidó del asunto un rato. Por la tarde, luego de la caminata con el perro, volvió a mirarse al espejo y volvió a suceder: no podía enfocar su cara. Se miró el resto del cuerpo y se dió cuenta de que no podía enfocarse. Corrió al auto y apresuradamente voló sobre el tramo de carretera para encontrarse con la ciudad. Buscó desesperadamente un médico. Cuando revisaron sus ojos le dijeron que no tenía nada anormal y le explicaron que la falta de foco en su visión probablemente se debía a una mala racha producida por estrés. No lo compró porque recapacitando se dio cuenta que todo lo enfocaba a la perfección. Todo menos a él mismo.
Fue a casa sintiéndose por completo desesperanzado. Pensó que lo mejor era olvidarse del asunto y distraerse con algo que le quitara el supuesto estrés al que estaba sometido. Se preparó un baño caliente, se metió a la vieja tina y comenzó a relajarse. Al poco tiempo se quedó dormido, profundamente, sin soñar.
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Los padres de Andrés llamaron a la policía cuando esa tarde de febrero se dieron cuenta de que su hijo no estaba en su habitación y en la cama había solamente un montón de cobijas cubriendo una pijama perfectamente acomodada sobre la cama. Al parecer, Andrés había desaparecido sin dejar rastro. El oficial encargado del caso dijo que, tal vez, Andrés había tenido un arranque de locura y había huído a pie dejando la pijama acomodada entre las sábanas. Sus padres no supieron que pensar pero dieron por hecho que su hijo no regresaría, no este año.
Esa mañana de febrero, Gloria se levantó sólo para notar que su Andrés estaba a un lado de la cama, mirándola fijamente. Pegó un grito de terror y brincó hasta el otro extremo del cuarto. Le preguntó, gritando, cómo había entrado. Le preguntó casi llorando cómo se atrevía a irrumpir en su casa de esa manera pero no consiguió que él le respondiera. Andrés la miraba, seca y fijamente, sin moverse. Fue con ese silencio que ella pudo notar la cosa más extraña del mundo: su Andrés no estaba realmente ahí. El cuerpo del hombre estaba nítidamente dibujado en la pared a un lado de la cama. Era como si lo hubiesen fotografiado y lo hubiesen impreso no en una hoja de papel sino en la pared.
El cuerpo del hombre la seguía ahora a casi todas partes. La seguía por la casa, a las tiendas, en la oficina. Andrés estaba en todos lados, mirándola con esa mirada seca y extraña. Se dibujaba detrás de cada puerta, dentro de cada habitación, silencioso y frío. Gloria deseó no volver a verlo ni a pensar en él, pero todos los intentos era infructuosos. Él la seguiría el resto de sus días, dibujado en todas las paredes, asomado en todas las ventanas, un poco fuera de foco.